Martín sin sombra
Yo no sé qué hubiera hecho ese lunes por la mañana cuando salí para la escuela, aún medio dormido, si alguien me hubiera dicho que precisamente allí, ese día, me iba a encontrar con mi sombra.
En las dos primeras clases estuve en las nubes, como me dice Sofía, mi profesora, cuando se da cuenta de que no la estoy escuchando. Es que ella quiere meterse en mi cabeza y me interrumpe con números y palabras cuando yo estoy soñando con la cancha de fútbol.
Cuando salimos al recreo hacía calor, el cielo estaba despejado. Nos dividimos en dos equipos: Real Madrid y Milán, y empezamos a jugar, decididos a ser los vencedores. Solo pensábamos en el partido, como siempre. Pero si nos hubiéramos detenido por un momento a mirar, habríamos visto que en el piso se proyectaban las sombras de nuestros cuerpos, del balón, la portería y los árboles. Un mundo gris semejante al nuestro, debajo de nuestros pies.
—¡Nenas, maletas, rangas! —gritaron los del otro equipo cuando Pérez le metió un gol de túnel al arquero—. En un periquete se armó una gran pelea. Empujones, puños, patadas que iban y venían sin saber de quién ni para cuál.
Niños, de todos los cursos, empezaron a rodearnos mientras gritaban emocionados: ¡pelea!, ¡pelea!
Al final, llegaron los profesores, avisados por los alaridos y corrillos y, con un grito, terminaron la diversión de la improvisada batalla.
—¡Se acabó! —gritó el prefecto de disciplina con su voz de trueno. Y todos obedecimos. Nos levantamos en silencio.
Yo salí muy despacio, esperando que no se notara que había estado en la pelea: mi mamá me prometió dejarme ir a la pijamada de mi primo Manuel si me portaba bien, y entonces escapé hacia la pileta del patio lateral. Me agaché bajo el chorro de agua y cuando me estaba lavando la cara, noté la presencia de otro chico que, dando salticos y estirando los puños al frente, me miraba.
—Buena pelea, amigo. Les hemos demostrado a todos quiénes son las gelatinas de la escuela —dijo sin más—. Si no hubiera sido por don Guillermo…
Lo miré como cuando me salió un huevo con dos yemas en el desayuno. Nunca antes lo había visto, ni en el barrio ni en la escuela. Tampoco en la pelea; me acordaría si lo hubiera visto antes.
—¡No me reconoces! No me lo esperaba. ¡Grandioso! —gritó, dando brincos más altos—. Adivina el acertijo, amigo: Soy hecho de luz, pero no soy luz. Soy como tú, pero no soy tú.
Comencé a impacientarme. Yo no tenía tiempo para juegos de bebés.
—Te daré una pista: Me llamo Martín, como tú, cumplo años el mismo día de tu cumple y me gusta todo lo que haces, tanto, que lo repito detrás de ti mientras lo haces.
Cuando abrí mucho los ojos, arrugué la cara y le mostré mi puño cerrado a la altura de mi rostro, gritó:
—Soy tu sombra, Martín. —Y empezó a correr sin mí, de acá para allá, a toda velocidad.
Ahora sí tenía frente a mí un huevo de dos yemas. Miré al piso. Efectivamente, me había quedado sin sombra. Mientras él o ella, corría atravesando el patio, metiéndose entre los niños que iban a clase, la silueta del resto del mundo seguía dibujada en el piso, como siempre.
El resto del día se quedó junto a mí. Me acompañó en las clases de biología, de historia y de canto. Se mostraba muy interesado en ellas y cuando decían algo que le gustaba, me daba un empujoncito en la espalda. Yo lo miraba enojado porque se veía más interesado que yo. ¡Qué sapo era ese Martín!
Cuando se lo dije, me respondió:
—No te olvides que vengo de ti. También te gusta aprender cosas nuevas.
Ese primer día, lo vi todo el tiempo, hasta la noche. Cuando apagué la lámpara para dormir, desapareció y, entonces, no supe si mi sombra había estado como cuando yo cerraba los ojos en la clase de Sofía y podía ver el campo de fútbol, sin estar en él.
Pero no, cuando desperté en la mañana, estaba ahí, sentado a los pies de mi cama:
—¿Qué haremos hoy, jefe?
—¿Cómo que jefe? ¿Dónde estabas? —Fue lo único que se me ocurrió decirle.
—Aquí mismo, a tu lado. Sin luz no me ves, pero ahí estoy contigo, siempre. Por eso eres mi jefe.
—Bien, amigo. Vamos a bañarnos o se me hará tarde para ir a la escuela —dije contento de ser el jefe de alguien.
Al salir de casa, le dije a mi madre que me quedaría en la escuela al terminar las clases. Me gustaba quedarme allí por las tardes. Mi casa estaba en la esquina, cruzando la calle y yo podía ir y venir solo cuando se me antojaba. Mi padre decía en broma que la escuela era nuestro patio.
Mi sombra y yo caminamos juntos. Yo trataba de acostumbrarme a la idea de estar separados. Ella se veía muy contenta de caminar por su cuenta, a mi lado, no detrás como antes y, además, hablábamos como dos viejos amigos.
De todas maneras, yo no le conté nada de esto a nadie. Era mejor esperar porque podía ser que regresara a ser la sombra sin moverse ni hablarme de nada, como antes. Además, yo quería que pasáramos más tiempo juntos para conocerla mejor.
Terminadas las clases de ese día, mi sombra y yo salimos al patio. Siempre había algunos niños que permanecían allí después de las clases, como yo. Ese día estaban ensayando los tambores de la banda y mi sombra se veía feliz, caminando detrás de ellos y saltando con cada golpe del tambor mayor.
Después me senté en las gradas para ver entrenar al equipo de futbol. Cuando menos lo pensé, vi cómo mi sombra se divertía haciéndoles zancadilla a las sombras que corrían pegadas a los niños del equipo.
Al final, cuando todos terminaron lo que hacían y el patio se fue quedando solo, fuimos a la biblioteca, allí encontramos un libro grandísimo con muchas imágenes de dinosaurios de colores, que parecían estar vivos. Las ilustraciones no tienen sombra, me dijo la mía con desilusión, es más divertido estar afuera.
Se acercaba el invierno y empezaba a oscurecer más temprano, no me di cuenta de que el tiempo había pasado tan rápido.
—¡Diablos! Me va a castigar mi mamá por salir tarde.
Recogí mis cosas y salí tomando el camino más corto, atravesé el corredor de bachillerato. Estaba todo en silencio, allí dentro no se veía nadie.
—¡Más diablos! Estoy solo.
Y ya llegando al final del corredor, escuché ruidos en la sala de tecnología. Me tranquilicé, pero entonces sentí que algo cayó con fuerza y luego regresó el silencio.
Me asomé por la puerta entreabierta y vi a dos hombres con gorros de lana que les cubrían el rostro. Ponían las pantallas y los teclados dentro de una bolsa. Después de que se cayó uno de estos e hizo ruido, se quedaron quietos y en silencio mirando hacia la puerta. Justo en ese momento aparecí yo.
Desafortunadamente, me vieron asomar y, botando las sillas que estaban entre nosotros, salieron corriendo a buscarme. Alcancé a correr y me metí dentro de otro salón que tenía la puerta abierta. Estaba tan asustado que no sabía en dónde meterme y finalmente me escondí debajo del escritorio del profesor. Allí se metió también mi sombra.
—Saldremos de esta, amigo —me dijo, con el mismo tono en que yo me lo repetía cuando quería salir de algún lío.
Desde nuestro escondite vi cuando los tipos entraron a buscarme. A esas alturas ya estaba oscuro afuera. La luz de las lámparas que alumbraban la cancha entraba por la ventana, iluminando partes del salón. Yo podía verlos perfectamente y mi sombra también.
—¿Dónde se habrá metido ese mocoso? —dijo uno de ellos con la misma voz que tiene mi papá cuando se enoja conmigo.
Yo temblaba sin saber qué hacer.
De pronto vi una sombra: ¡mi sombra! Hacía piruetas por todo el salón. Ahora sí que parecía loca. Yo la veía en el techo y de inmediato en la pared, en el piso delante del escritorio y luego entre los pupitres de atrás.
Mientras la observaba me di cuenta que, si ella estaba loca, más lo estaban los hombres que me perseguían. Corrían de aquí para allá gritando:
—¡Te atrapé maldito mocoso! —Mientras ella se escurría entre sus manos.
Ver lo que hacía mi sombra me dio valor. Tomé el cable del computador del aula y lo até a las patas de una de las mesas de trabajo que estaban adelante, la otra punta estaba pegada al aparato, fijo en el escritorio del profe. Mi sombra se dio cuenta de lo que había hecho y corrió hacía allí. Los hombres vinieron para atraparlo, uno por delante y el otro por detrás.
Cuando mi sombra cruzó por el cable yo me aseguré de que estuviera tenso y cuando el hombre pasó por delante se enredó en él y se fue encima del compañero que venía de frente para atraparme. Los dos cayeron al piso.
Aprovechando la confusión de los ladrones, que estaban dispuestos a seguir correteando a mi sombra, corrí hacia las oficinas de la rectoría. Tomé la caneca de la basura y rompí el vidrio, en donde estaba la alarma de incendios y, la activé.
Cuando escucharon el sonido de las sirenas, los ladrones intentaron escapar, pero en un segundo la escuela se llenó de bomberos y de policías que no les dieron tiempo de huir.
Los hombres salieron esposados. Se veían muy agotados. La sombra los había dejado exhaustos.
Ahora me estoy preparando para asistir a una ceremonia de la escuela en donde me van a poner una medalla al valor. Mi sombra está conmigo, ella la merece tanto como yo, pero por ahora mantendremos el secreto.
Por María Isabel González