LUCERO EL HIJO DE LOS GATOS
Esta es la historia de Amalia, una gatica, nacida en una granja ubicada en el
campo, a muchos kilómetros de la gran ciudad. Sus padres eran gatos criollos nacidos en
la misma granja. En realidad, toda la familia provenía de aquella zona, sin que nunca se
hubiese mezclado con gatos de otras regiones. Esto hacía de ellos una familia especial,
pues tenían buenas costumbres y gozaban de excelente salud, sin vicios ni enfermedades
raras; tampoco, por la misma razón, tenían refinamientos extravagantes propios de gatos
finos, extranjeros o citadinos.
Amalia fue una de las cuatro hijas que los padres tuvieron en la tercera camada.
Ella tuvo el privilegio de crecer junto a sus padres ya que la esposa del granjero adoraba
los gatos y dejaba que vivieran con ellos en la granja, tantos como podía sostener y
tantos cuantos deseaban quedarse, porque lo cierto es que algunos gatos prefieren vagar
y conocer mundo antes de establecerse con una pareja y tener hijos, como pasó con
algunos de los hermanos de Amalia.
Sin embargo, Amalia no pensó como los hermanos que partieron de la casa, ella
decidió quedarse y aprender el cuidado del hogar y de los hijos que tenía la madre y el
gusto por la cacería y el valor para la protección de la granja de los intrusos, que tenía el
padre. De los dos, padre y madre, aprendió el cuidado que mutuamente se prodigaban; el
conocimiento que cada uno tenía del otro, que les permitía entenderse solo con una
mirada, el movimiento de la cola o del cuerpo y el respeto por lo que sentían, que
llevaba al padre a esconderse en silencio cuando la madre estaba cansada y de mal
genio, para no provocarla y a ella a dedicarse a las labores domésticas, también en
silencio y con el mismo objeto, cuando él había fallado en la cacería o sus amigos le
habían gastado bromas pesadas en el juego. Es importante anotar que Amalia aprendía
con gusto de sus padres y que sentía gran admiración por ellos.
Todos los días, cuando el padre salía por la mañana, encontraba a Amalia y a su
esposa, paradas en la puerta del establo para lamerlo en la cara como hacen los gatos
para la despedida. En la tarde, a la hora del regreso, estaban las dos en el mismo sitio,
esperando lamerle la cara como saludo. Después, al comienzo de la noche, salían todos
a dar un paseo por el campo. Los padres iban siempre muy juntos y enamorados,
sobándose el lomo uno contra el otro, máxima expresión del afecto de una pareja de
gatos.
Amalia observaba con dulzura a sus padres, porque soñaba con tener algún día
un gato muy lindo para ella, conformar con él un hogar como el suyo y, criar tantos hijos
como su propia madre, para salir en las tardes acompañada por ellos, así como lo había
experimentado en su propia casa.
Pasó el tiempo y Amalia creció. Allí en el mismo pueblo, en una granja cercana
encontró al gatamor de su vida – así se llama el amor entre las parejas de gatos -.
Cornelio era un gato gris de fino pelo, con unos ojos muy grandes, verdes y hermosos.
Provenía también de una familia de gatos de tradición en aquella zona, pero había sido
criado por unos tíos puesto que había perdido a sus padres siendo aún muy pequeño. No
obstante, sus tíos lo habían educado con gran esmero y tanto cuidado como si fuesen sus
propios padres, sin distinguirlo de los otros hijos que ellos dos habían tenido en su
momento.
Amalia era una gata de pelo negro brillante con los ojos color miel, también muy
lindos. Sin duda conformaban una bonita pareja. Para las dos familias fue una buena
unión y todos esperaban de ella unos hijos muy especiales y amorosos.
Era tanto el deseo que Amalia tenía de concebir hijos, que antes de dar el sí
definitivo a Cornelio, se aseguró que él compartiera con ella su inmensa pretensión de
gran descendencia y lo obligó a expresarlo delante de las dos familias. Siendo así, como
ella lo esperaba, fijaron una fecha para unirse en matrimonio, frente a los padres,
hermanos y demás familiares que quisieran acompañarlos, en ese día especial de luna
llena.
La invitación al matrimonio, que llegó a todos los gatos de la comarca, decía así:
Las familias: Gatos del Ciprés y Gatos del Olmo, tienen el gusto de invitar a ustedes a la
noche de amor en luna llena, para formalizar el matrimonio de sus hijos Amalia y
Cornelio a quienes de paso desean mucho pan y pez y tantos hijos. Ceremonia que
realizaremos... Y continua como todas las invitaciones que ya conocemos, para el
matrimonio de los gatos.
Todos los felinos que fueron citados asistieron a la boda en la luna llena,
disfrutaron del gatamor en copas de champaña, bebieron ilusión en las copas de vino y
se embriagaron de felicidad con las copas del jerez. Comieron ratón, rana y pez, todos
los que seguían siendo carnívoros y degustaron pan, guisantes, brócoli y tomate, los
gatos que ya eran vegetarianos. Después, todos despidieron a los recién casados con
escamas secas de pez, moños de cola de ratón y pétalos de rosas y margaritas,
deseándoles eterna felicidad y abundancia.
Aquí se inició una época muy feliz para Amalia, así como para Cornelio, porque
su ilusión era en realidad muy grande y seríamos injustos si dijésemos que esta nueva
pareja no hizo todo el esfuerzo posible para tener una muy linda unión, así como lo
habían hecho los padres de Amalia de quienes ella había aprendido. Cornelio gatamaba
a su joven esposa y se lo demostraba de todas las formas posibles. Igual ocurría con ella.
Sin embargo, empezó a pasar el tiempo sin que ese gatamor tuviera frutos. Amalia se
preparaba tejiendo y organizando su nido para que los futuros hijos no padecieran por el
frío. Su esposo, por su parte, preparaba las provisiones para que no fueran a tener nunca
hambre, ni carencia alguna.
El nido se hizo grande con el paso del tiempo, la casa se llenó de ropa y de
provisiones, y a pesar de eso, los hijos no llegaron. Amalia empezó a perder peso, no
deseaba comer, tampoco quería dormir porque se pasaba las noches mirando al cielo y
preguntándole por qué sus hijos no querían llegar. Estaba silenciosa y taciturna durante
el día. Cornelio la notaba muy distraída y triste. El esposo, queriendo tanto a su
compañera, no podía ser indiferente al sufrimiento que padecía, para él también era una
pena ver a Amalia así. Su negro pelambre se veía opaco, sus ojos iban perdiendo la
viveza que él amaba y su silencio y seriedad lo entristecían de tal modo que le impedían
pensar en una solución, en realidad se sentía muy confundido.
Un día, estaban echados en el patio, observando la noche. Amalia estaba
acostada junto a Cornelio. Los dos se encontraban en silencio. Muy rápidamente, en el
oscuro firmamento, vieron pasar como una exhalación, una mágica estrella fugaz. Era
tan rara la aparición de una estrella como esta, que entre los gatos se decía que es una
suerte si una vez en la vida te cruzas en el camino con una de ellas. Es así como sin
perder tiempo, Amalia se levantó y le rogó:
- Estrellita linda, tú que por el cielo de prisa vas, atiende un instante a
nuestra súplica.
Como un milagro, la estrella pareció detener su carrera por un momento.
- Concédenos la inmensa felicidad de tener un hijo. Aunque sea tan solo uno -.
Le rogó Amalia.
La estrella parpadeó más lentamente por un momento y luego prosiguió su
camino.
En realidad, no fue la estrella la única depositaria del deseo de la pareja de gatos
que en ese momento expresó Amalia con tanta fuerza. En ese mismo instante en que
Amalia hacía la petición, pasó por allí Carmenza, una cigüeña repartidora que iba
cargada, para la casa de unos cerdos vecinos de la finca.
En aquel entonces las cigüeñas se hacían cargo de repartir sus camadas a los
distintos padres y madres de las granjas. Tanto Carmenza como las demás cigüeñas
compañeras, estaban habituadas a las reacciones que estos tenían, unas veces plenas de
dicha y otras veces, cuando faltaba el alimento, un techo, o el trabajo excedía sus
capacidades, con un dejo de angustia, por el temor de no poder atender como era debido
a tantas criaturas.
Lo cierto es que Carmenza conocía a Amalia y a Cornelio desde hacía mucho
tiempo. La veía con gran afecto cuando Amalia se paraba en la puerta junto a su madre
para esperar la llegada de su papá. La había visto crecer, se asombraba cada vez que
pasaba volando sobre su casa, porque había presenciado uno a uno sus cambios, hasta
verla convertida en una gata adulta. Sabía de su matrimonio con Cornelio y también
había visto cómo, desde hacía un tiempo, se iba apagando con la tristeza del nido vacío.
Es por esto que esa noche, cuando la escuchó rogar a la estrella fugaz, no pudo evitar un
sentimiento de pena y un gran dolor en su alma de cigüeña.
Tres meses más tarde, en una fabulosa mañana de verano, apareció un hijo en el
nido de Amalia y Cornelio. Fue Amalia la primera en notar que allí dentro del caluroso
nido, se movía una pequeña figura. Con gran excitación y sin atreverse a esculcar
demasiado, llamó a su esposo.
- Cornelio, nuestro nido se encuentra lleno, corre, corre para que lo veas.
- No puede ser -, dijo él metiendo su pata y su hocico en donde le señaló su
esposa.
Al correr la paja que le daba soporte al nido, encontraron dentro de él... un hijo.
Ninguno de los dos podía creerlo, era maravilloso, era tan grande la dicha que
sentían que al principio no notaron nada extraño. De todas formas, es cierto que para
ambos era la primera experiencia como padres, y que no conocían nada sobre los
secretos de la paternidad, pero después de un rato, cuando con más calma observaron
mejor a su hijo, notaron que no se parecía a ninguno de los dos.
- Quizá son así todos los gatos pequeños -, pensaron ambos -. Más tarde irá
pareciéndose a Cornelio, o a mí -, pensó Amalia -. Tal vez sea cuestión de tiempo.
La realidad es que ninguno de los dos se preocupó más por la figura del hijo, lo
cierto era que tenían un descendiente y a ambos les parecía muy hermoso. Corrieron
entonces a mostrárselo a sus padres, a sus hermanos y a los gatos parientes y vecinos,
sin omitir a ninguno. Todos estaban muy felices con el hijo primogénito de Amalia y
Cornelio, pero también notaron con discreción que era diferente, muy diferente a los
padres, aun así, lo quisieron mucho, tanto como ellos.
Lucero del Ciprés y del Olmo, se llamó el hijo. Lucero, en honor de quien
creyeron que les había concedido el deseo más grande de toda su vida.
- Aunque sea tan sólo un hijo -, había pedido ella a la estrella y así fue. Lucero
fue su único hijo y a pesar de que en principio habían pensado en que tendrían muchos
descendientes, Lucero llenó solo, el vacío de todos aquellos que, por lo pronto, no
llegaron.
Después del nacimiento de Lucero, Amalia volvió a ser la misma de antes,
disfrutaba con su comida, dormía plácidamente junto a su esposo e hijo, tenía muchas
amigas, salía de paseo, conversaba con agrado y, sobre todo, se mostraba muy orgullosa
de ser la madre de Lucero. Cornelio, por su parte, se sentía dichoso por haber
recuperado a su linda esposa y a la vez y por qué no decirlo, también se ufanaba de su
hijo.
Pasó el tiempo y con él aumentó la felicidad de la familia, Lucero crecía cada día
más y sus padres lo veían con orgullo porque era muy hermoso. Había aprendido a cazar
ratones como se lo enseñaba su padre, jugando con ellos antes de comérselos. Se
enredaba en las madejas de hilo, cuando Amalia estaba cociendo y acechaba a los
pájaros sin que estos se percatasen de su presencia, a pesar de que su tamaño era más
grande que el de otros gatos de la región. Le costaba un poco de trabajo aprender a
maullar bien, pero Amalia y Cornelio intentaban enseñárselo con paciencia, como les
había indicado un gato profesional del maullido, con el deseo que más tarde lo hiciera
como el mejor de su especie.
Lucero tenía el pelo blanco como la nieve, largo y un poco crespo, las orejas
largas y caídas y el hocico largo, su cuerpo terminaba en una cola simpática, pequeña y
ensortijada. Tan sólo en cinco meses había alcanzado y superado el tamaño del padre y
ni que decir el de la madre.
Un día iban caminando los tres, Cornelio, Amalia y Lucero, hacia la casa de los
padres de Amalia a quienes visitaban con frecuencia. Pasando por el establo vieron a
todas las vacas allí reunidas pues era la hora del ordeño. Lucero se quedó jugando atrás
de los padres quienes sostenían como en otros tiempos, una entretenida charla.
En el campo es sabido por todos que cuando las vacas no están rumiando el
pasto, son muy sociables y comunicativas y también que son despiadadamente
chismosas cuando están ociosas. Es por esto que cuando Lucero pasó por el establo,
escuchó sin querer, la conversación de dos señoras vacas:
- ¿No se te hace muy raro el hijo de los gatos? -, le preguntó la vaca pintada a la
vaca mona.
- ¿Raro?, ¡No! ¡Rarísimo! El hijo de los gatos tiene cara de perro -. Respondió
la vaca mona con gran extravagancia.
Las dos vacas soltaron una estruendosa carcajada, teniéndose el estómago a
punto de descuajarse de la risa. Lucero corrió asustado. En principio no pudo creer que
se refirieran a él. Pero, ¿de qué otros gatos podían estar hablando? Miró a su alrededor
y solo vio a sus padres. Entonces corrió y corrió sobrepasándolos hasta llegar primero
que ellos al gran lago de los espejos, ubicado al pie del bosque. Allí permaneció largo
rato, mirándose en la superficie.
Su imagen, allí estática, le mostraba una terrible realidad que había ignorado
durante sus primeros meses de vida y que ahora le causaba horror. Imaginó a sus padres,
buscó algo que de él se pareciera a ellos, pero no lo encontró. Pensó entonces en sus
abuelos, o en sus tíos, quizá en sus primos... Evocó hasta el pariente más lejano que
había conocido en su vida, pero... nada. Las vacas tenían razón. Él no se parecía a
ninguno de ellos.
Cuando no hubo más luz para verse en el agua, decidió regresar a la casa. Entró
silencioso y trató de no encontrarse con nadie. Sin entender muy bien por qué, se sentía
muy enojado con el mundo entero, empezando por las vacas y siguiendo por todos los
que se cruzaban delante de él, incluidos sus padres y abuelos a quienes sentía que había
querido tanto.
- ¿Qué le pasa a Lucero? - preguntaron los abuelos.
- Venía bien por el camino esta tarde -, respondió Amalia.
- No se preocupen -, anotó Cornelio -, todos los gatos pasamos por esa edad
terrible. No quiero ni recordar la mía. Me sentía solo y triste, tenía mucho miedo de
llegar a ser un gato adulto y que mis tíos no volvieran a ronronear conmigo, a refregarse
contra mi cuerpo o lamerme la cara y tener que procurarme yo solo las cosas que iba a
necesitar en el futuro. Al mismo tiempo, quería ser independiente y deseaba estar con
otros gatos de mi edad, pero cuando estaba con mis amigos, estos decían que yo era muy
grande para estar pegado de la cola de mi tía. Tenía celos de mis primos porque ellos sí
eran los hijos de mis tíos y por eso dudaba del amor de todos ellos. ¡Una edad terrible! -,
agregó recordando sin mucho agrado.
- Eso es cierto -, agregó el abuelo. - Yo también recuerdo esa edad.
- Menos mal que no fuimos gatos -, dijo Amalia burlándose de los machos - ¿No
es cierto Madre? - agregó con picardía.
Más tarde regresaron a su casa, pero Lucero seguía igual. No quiso despedirse de
sus parientes, causando el dolor de los abuelos y por esta razón de los padres también.
Sin embargo, Amalia y Cornelio decidieron esperar con paciencia hasta el día siguiente
y ver qué pasaba entonces.
Lucero no logró conciliar el sueño. Pensaba en las dos vacas y las veía
mofándose de ellos. Recordaba la imagen de su cara en el agua y confirmaba su gran
diferencia con los padres, pero sentía miedo de enfrentarlos y preguntarles la razón. No
se sentía capaz de pensar qué sería de su vida sin ellos, lo atormentaba el hecho de
perder su amor.
- ¿Es posible que yo no sea su hijo? Si es así ¿quiénes son mis padres?, ¿dónde
están, por qué no me amaron? ¿Acaso hice algo terrible para que me echaran de su lado?
¿Serían unos bandidos desalmados? ¿Estarán vivos o muertos? ¿Ocurriría una desgracia
con ellos? ¿Tendré hermanos y hermanas iguales a mí? ¿Quiénes son Amalia y
Cornelio? ¿Saben que no soy su hijo? ¿Son unos ladrones y me robaron?
En realidad, se acumulaban en su pequeña cabeza tantas y tantas preguntas sin
respuesta, su corazón adolorido no dejaba pensar a su cabeza y en ella había solo una
gran confusión. Las lágrimas rodaban silenciosas por su peluda cara. Lucero no sabía
que en un momento como este no se toman decisiones y por ello decidió abandonar su
hogar aprovechando el sueño de los padres, y buscar fuera de él las respuestas que
necesitaba, sin pensar en lo que ellos sentirían cuando al levantarse por la mañana, no lo
encontraran en su nido.
Amalia y Cornelio habían tenido una pésima noche. Si bien Cornelio tratara
antes de que su esposa y sus suegros vieran como algo normal la situación de Lucero ese
día, él mismo no se convencía de ello. Lucero había sufrido una transformación
repentina en cuestión de pocas horas. Era su chico amoroso y alegre cuando salieron,
recordaba que él venía jugando detrás de ellos mientras caminaban hacia la casa de los
abuelos y se convirtió en un joven taciturno y mal encarado cuando llegaron a ella. Por
su parte, Amalia trataba también de descifrar qué le había sucedido a su hijo que durante
ese día había tenido un comportamiento inusual, especialmente en casa de sus abuelos.
No recordaba haberlo dejado solo ni un minuto y por lo tanto no creía que pudiera
atribuirle a alguien o a algo externo un cambio tan notorio.
Ante esta situación no es posible describir el dolor y la angustia que sintieron
Cornelio y Amalia cuando al levantarse se dieron cuenta de la ausencia de Lucero. Ellos
desafortunadamente no escucharon la conversación de las vacas chismosas y la verdad
es que, si bien al principio observaron extrañados que su hijo era diferente a ellos, fue
tanto su deseo de tenerlo y tan grande su amor por él, que nunca volvieron a notar tal
diferencia y por ello, tampoco pudieron imaginar siquiera la causa del comportamiento
de Lucero, comprender las razones de su huida o pensar siquiera en donde podían
encontrarlo.
Mientras tanto, Lucero caminó y caminó por senderos que lo llevaron fuera de la
granja que tanto amaba. Bajó, subió y volvió a bajar para subir de nuevo. No tenía en
realidad un rumbo fijo o conocido. Solo se guiaba por su enorme deseo de saber la
verdad y por una estrella que siempre desde el cielo parecía cuidarlo, aun cuando fuera
de día.
Pasaron los días y las noches, Lucero no se había mirado en el agua desde el día
en que escuchó la conversación de las vacas y la verdad es que, si lo hubiera hecho,
habría visto el reflejo de un ser aún más diferente de los padres que recordaba y con los
que aún soñaba mientras dormía al abrigo de las noches en el camino. Así,
transcurrieron para él largas jornadas de viaje, hasta que un buen día, cansado de tanto
vagar, se echó sobre el húmedo pasto para descansar. Desde allí observó una pequeña
hormiga que pasaba por el frente con una pesada hoja sobre su espalda. Justo bajo su
nariz, la hormiga se paró a descansar y entonces ambos empezaron a charlar.
Lucero le contó a su nueva amiga sobre el motivo de su incierto viaje y cuando
hubo terminado, la hormiga estaba tan consternada que lloraba a moco tendido con él.
Entre uno y otro sollozo, la hormiga prometió ayudarle cuando se sintiera un poco más
calmada. Fue así como más tarde, la hormiga le contó sobre la existencia de las
cigüeñas.
- Ellas -, le dijo -, son pájaros muy grandes, si los comparas conmigo. Vienen
por acá cada año, durante la primavera y viven en las copas de aquellos grandes árboles
que ves allá lejos, junto a los acantilados. Dicen que cuando vienen, a su regreso de
lejanas tierras, traen en sus picos las crías de todos los animales que se encuentran en su
camino y que van de nido en nido dejándoles a todos sus hijos.
- No te olvides que ahora estamos en primavera, tal vez, si alcanzas a llegar hasta
el lugar en donde habitan, las cigüeñas puedan contarte la verdad sobre tu origen.
- ¿Tu podrías acompañarme? - le pidió Lucero a la hormiga.
- Oh, no. Yo quisiera hacerlo, pero es muy lejos para mí, no podría llegar viva a
los acantilados y, además, debo cuidar a mi familia, ahora mismo llevaba de comer para
mis hijos y algunas hojas para cambiar las tejas rotas, a veces la primavera llega con
lluvias y no quiero inundaciones en mi casa. Cuando vengas de regreso, te estaré
esperando y así podrás contarme tus aventuras, ¿de acuerdo? Sé que vas a lograrlo y que
encontrarás las respuestas que deseas.
- Muchas gracias por hablarme de estos pájaros, exclamó Lucero entusiasmado.
Iré a buscarlos. Pero antes quisiera hacerte una última pregunta. Prométeme que la
responderás con la verdad –, y sin esperar una respuesta de aceptación dijo – ¿Conoces a
los perros? ¿Sabes cómo son los gatos? ¿Yo soy un perro o un gato? – Aunque quizá
podría no ser ni uno ni otro... ¿tú qué crees?
- ¡Un momento, un momento! Son muchas preguntas –. Dijo la hormiga –.
Veamos, trataré de responderte con la verdad. Aquí cerca viven unos perros que veo con
frecuencia cuando van a cazar patos. En algunas cosas se parecen a ti, pero no en todo.
Además estas un poco sucio y, no es por ofenderte, pero no me dejas ver bien tu pelo.
También he visto gatos que salen a admirar la luna en las noches de luna llena y la
verdad es que hablas y te mueves como ellos. No sé amigo. Pero por pura intuición.... yo
diría... que eres un perro-gato. Eso es, un perro-gato –. Concluyó convencida.
- Está bien, le respondió Lucero, a pesar de que no pudo entender muy bien la
respuesta de la hormiga, pero se sentía mucho más animado por la posibilidad de
encontrar una respuesta con las cigüeñas. Allí mismo se despidieron y Lucero
emprendió el camino hacia el nido de las cigüeñas.
Transcurrieron ocho días más, antes de que Lucero llegara a los árboles grandes
que le mostró su amiga.
- Por acá se ingresa a la ciudad en donde habitan las mensajeras de la vida.
Bienvenidos a ella -, decía en un gran cartel, escrito con letras grandes y redondas en un
lenguaje universal que no requería aprendizaje previo ni traducción ninguna.
Muy arriba, sobre un gran árbol ubicado cerca del cartel, Lucero vio una pareja
de pájaros altos, de largo pico que conversaban muy animadamente.
- Señoras -. Gritó Lucero -.
- ¿Te refieres a nosotras? - Preguntó una de ellas -.
- Sí, a ustedes. ¿Han visto por acá unos pájaros muy grandes que se llaman
cigüeñas?
- Claro que sí -, rieron ellas con agrado-. ¿Qué quieres de nosotras? - Y con esta
pregunta volaron hasta el suelo en donde se encontraba Lucero, dispuestas a atenderlo.
- He viajado mucho para encontrarlas puesto que tengo mi vida entera pendiente
de una respuesta y mi amiga la hormiga, me ha dicho que ustedes la tienen.
Muy despacio, Lucero les contó su historia a las cigüeñas quienes lo escucharon
con cuidado.
- ¿Qué edad has dicho que tienes? - Preguntó una de ellas.
- Cinco meses -. Respondió Lucero.
- Cinco meses de edad, más tres meses que se demoran los gatos para nacer -.
Prosiguió ella en voz baja -. Más tres meses de retraso que traía Carmenza... Sí, es
Carmenza la responsable. A ella tenemos que preguntarle sobre el caso de Lucero -.
Afirmó una cigüeña, mirando a la otra.
Salieron entonces a un nido que se encontraba más adentro, buscando a una
compañera llamada Carmenza. Lucero no entendía muy bien el curso del pensamiento
de estas cigüeñas, pero se dejó guiar por ellas. Una vez ubicado el árbol que buscaban,
llamaron a Carmenza. Ella era un ave de rostro dulce y voz muy suave.
- ¿En qué puedo ayudarles? -, les preguntó un tanto extrañada por la visita.
Las dos cigüeñas relataron de nuevo la historia de Lucero y agregaron:
- Este pobre perro, desea saber la verdad sobre su origen y creemos que tú eres la
única capaz de explicárselo.
Las líneas del rostro de Carmenza fueron cambiando a medida que iba escuchando la historia. Parecía saber de qué se trataba. Para Lucero fue la primera confirmación que alguien con autoridad hizo sobre su naturaleza. - “Este pobre perro” -, había dicho una de las cigüeñas.
- Tienen razón -, dijo Carmenza, después de un largo silencio. - Fui yo quien
llevé este perro a su familia de gatos, pero déjenme explicarles por qué lo hice. Siempre,
desde cuando Amalia la gata madre de Lucero estaba pequeña, supe de sus peticiones
para que le llevara un hijo. Mi ruta pasa por su casa, incluso yo la llevé a ella en su
camada. Cada año a mi paso, encontré ese y solo ese deseo. No sé por qué, nunca se le
concedió. La vida tiene sus misterios y hay seres que no están destinados para tener
descendencia. Jamás encontré su nombre en una camada lista para mi transporte y sabía
que en las de ustedes tampoco estaba. Después se sumó Cornelio. También él pedía, día
y noche un hijo, pero tampoco encontré su nombre. Una noche pasé por su hogar y vi su
nido preparado, su casa llena de provisiones y su corazón lleno con las desilusiones de
cada año. Estaba la pareja de gatos echada mirando al cielo. Entonces pasó una estrella
fugaz y con el alma, le rogaron, aunque fuera tan solo un hijo. Yo los escuché
llenándome de pena por mi impotencia. Al día siguiente recogí una camada para la
familia de los perros que viven cerca de allí. Era como la décima que llevaba y esa pobre
madre, la perra, ya no podía más, estaba enferma y corría el peligro de agotarse en
extremo por la crianza de tantos hijos. A ella también le escuché pedirle a la misma
estrella que fuera la última camada, se sentía exhausta. Además llevaba nueve hijos y la
perra tenía solamente ocho pezones. Yo sabía que el último que descargara se quedaría
sin comida y moriría de hambre. Sin pensarlo mucho, solté ocho criaturas en el nido de
la perra y me volé con la novena al de los gatos. No me he arrepentido ni un día de lo
que hice. El único hecho de ver la cara de felicidad de los gatos con su hijo y el enorme
cuidado con el que le prodigaron tanto amor, me hacen afirmar en la decisión que tomé
aquel día. Más aun, desde el principio los gatos notaron que su hijo era diferente a ellos
y nunca se lo echaron en cara ni se lo reprocharon. Lo recibieron así como era y así, lo
aceptaron.
En este punto, Carmenza no tuvo que seguir narrando más. Cuando miró a la
cara de Lucero vio sus ojos inundados en llanto. Estaba muy conmovido con su propia
historia.
¿Te das cuenta de lo que hiciste? - Le preguntaron las cigüeñas allí presentes a
Carmenza.
- Claro que sí respondió Carmenza sin pensarlo dos veces. Le di a Lucero y a sus
padres una oportunidad. La vida se había olvidado de poner sus nombres en las camadas
que nosotras llevamos o quizá se perdieron entre tantos nombres de seres que crecen y
se reproducen y la verdad, es que ellos respondieron con una gran altura, estaban
preparados para ser padres. Propongo incluso estar atentas para que esto no suceda de
nuevo.
Allí quedaron las cigüeñas discutiendo. Por su parte, Lucero nunca se imaginó su
historia de tal forma y se dio cuenta de la injusticia que había cometido con sus padres.
Si sufrieron como decía la cigüeña por no tenerlo antes, no se imaginaba cómo sería
cuando se dieron cuenta que había escapado de casa.
Entonces Lucero se apresuró para regresar cuanto antes, se despidió de las
cigüeñas tan pronto como pudo, no sin antes agradecer a la cigüeña bondadosa el
enorme favor que les había hecho a sus padres y a él. Se sentía entonces muy orgulloso
de ser tan gato como el que más, aunque tuviese un cuerpo de perro y no supiera maullar
muy bien.
Ya tendría oportunidad de hablar con las vacas del establo para contarles su
maravillosa historia y la de sus padres. – Pobrecitas -, pensó -, al parecer piensan con las
tetas y como las tienen tan grandes, viven congestionadas. No pueden pensar bien -.
Concluyó con una sonrisa compasiva.
De regreso, pasó también por la casa de la hormiga que ya tenía el techo con
hojas y sin goteras, despidiéndose de ella y prometiéndole que estaría de regreso para
visitarla en la primera oportunidad que tuviera y, ojalá, si pudiera hacerlo en compañía
de sus padres y por qué no, de algún hermano, si Carmenza se atrevía a repetir su
hazaña.
Si bien es cierto que antes, cargado con el peso de sus angustias y de sus dudas,
tardó varios días para llegar al nido de las cigüeñas, ahora liviano y con ganas de abrazar
a sus padres, voló literalmente hasta su casa, en donde los encontró presos de la angustia
sin entender aún qué era lo que había sucedido con él. Lucero se lanzó sobre Amalia y
Cornelio, abrazándolos con tanto amor como le fue posible, pues, gracias a la historia
que le contó la cigüeña, finalmente entendió que perro y todo, sus padres, solo podían
ser ellos.
Por María Isabel González