ITALIA Y LOS ITALIANOS DE LUTO
El pasado miércoles 12 de noviembre de 2003, en un atentado con un carro bomba
dirigido contra el cuartel italiano en Nassiriya, Irak, murieron 19 italianos, 17 soldados,
la mayoría pertenecientes a un cuerpo llamado Carabinieri, muy querido por los
italianos, puesto que dentro de Italia también desempeñan funciones de policía cívica y
representan el honor de los italianos. Cada aspirante al cuerpo de Carabinieri, debe
demostrar una familia pulcra y honesta, a través de muchas generaciones, antes de llegar
a él o a ella, - porque también hay mujeres. Murieron además, dos miembros del ejercito
y dos civiles. El mayor de todos ellos tenía 63 años, el menor 22.
Mientras escribo esto, oigo en la televisión la ceremonia que se oficia en la Basílica de
San Pablo extramuros a donde han acudido más de 4 mil personas a despedirlos con
todos los honores que son posibles. Desde el miércoles no se habla de otra cosa en
Italia. El sábado trajeron los cadáveres desde el oriente encendido por la guerra y
aporreado por la miseria, paradójicamente en medio de la riqueza. Después de los
trámites de rigor, los condujeron al monumento a Victorio Emanuel II, Rey de Italia, en
donde se encuentra también el monumento al soldado desconocido y allí permanecieron
en cámara ardiente durante dos días, con sus respectivas noches, para que miles de
italianos pudieran despedirse de ellos y rendir su tributo de admiración a quienes dieron
su vida con honor y además, consolar a sus parientes diciéndoles de su gratitud por la
inmolación de sus familiares.
Sesenta mil personas esperaban día y noche para pasar por el estrecho corredor en
donde estaban los ataúdes, dejaron flores por todo el monumento, cartas, tarjetas,
banderas con recados escritos y los niños dejaron sus dibujos con mensajes que
expresaban su pesar. Me impactó especialmente una mujer a quien entrevistaron a la
salida del monumento. Tenía la cara congestionada y oscuras ojeras alrededor de los
ojos. Podía uno pensar que se trataba de cualquier familiar o amigo cercano. Pero no,
era una italiana como tantos. “Estoy conmocionada”, dijo, “esto es dramático, injusto,
¿cómo pudieron hacerle esto a un grupo de personas que estaban en Irak prestando un
servicio por la paz? Aún no puedo creerlo”, concluyó.
Los italianos decidieron hacerles un entierro de Estado a quienes llamaron sus héroes,
de modo que esta mañana, salió muy temprano, hacia la iglesia, el cortejo que conducía
los cadáveres. Nueve camiones militares, cada uno con dos ataúdes cubiertos con la
bandera roja, verde y blanca de Italia. Un camión del ejército, uno de la marina y los
otros de los carabinieri, portaban sus muertos y eran escoltados por miembros de la
caballería, adornados con majestuosos cascos que pendían sobre sus cabezas y desde
cuya punta se desprende una cola de pelos igual a la de los briosos caballos que
conducen, en una extraordinaria simbiosis caballero-caballo, en un maravilloso todo de
fuerza, elegancia y aristocracia sin fin.
Personas de todas las edades y condiciones aplaudían al paso del fúnebre cortejo.
Mismas personas que esperaban en la iglesia para aplaudirlos mientras entraban y
aplausos que a la salida tapaban los gritos desesperados de una mujer que, ni aún en
medio de tanta solemnidad, podía contenerse. Todas las autoridades italianas estaban
presentes. Todas. El Presidente de Italia, un anciano bondadoso que terminó un viaje
que hacía con su mujer por los Estados Unidos, para venir a abrazar a los familiares de
los muertos, a poner la palma de su mano diestra, solemne, sobre los ataúdes,
tocándolos y mirándolos con una gran tristeza de abuelo en luto. El primer ministro
dejaba rodar por sus mejillas lágrimas furtivas que enjuagaba discretamente con un
pañuelo blanco cuando las cámaras de televisión, de su propiedad, hacían la toma de su
rostro, rostro que después dirigía hacia el suelo con una lúgubre mirada. Muchos
soldados vestidos al modo de antigua usanza, hacían guardia de honor en este doloroso
filme y desde sus sillas de ruedas, los compañeros de los muertos, heridos en el mismo
atentado en Nasiriya, observaban los ataúdes en fila sobre tapetes rojos en el suelo,
mirando conmovidos detrás de los oscuros lentes de las gafas, la que pudo ser su suerte,
la que podrá ser su suerte, en una especie de cuadro premonitorio y dantesco que los
hace llorar como espectadores privilegiados en su propio funeral.
Sin duda podría permanecer mucho tiempo describiendo tantas escenas de tanta riqueza
para los sentidos, la imaginación y las emociones, pero me detengo ahora. Me detengo
porque desde las primeras, estoy colmada por sentimientos ambivalentes y diversos que
se generan a medida que transcurre el tiempo y dentro de mí se va procesando lo
ocurrido.
No pude evitar una cierta sorna al principio, una cierta sonrisa. Sentía que estaba
comprobando una hipótesis que me plantee desde cuando llegué a Roma y empecé a
intuir el carácter de los italianos, son melodramáticos, actores todos en actuación
permanente en el teatro de la vida, el dorso de la mano siempre pronto para ponerse
sobre la frente y con actitud dramática exclamar con fuerza que sale desde el fondo del
alma: ¡Mio Dio! porque perdieron el bus que acaba de pasar. Así lo vi al principio. Me
pareció exagerado tanto alboroto.
Después sentí rabia. Rabia conmigo y con todo lo que sucede en mi país y pensé, así
debe ser, cada muerte debería llorarse así. No sé si con los mismos ritos pero sí con el
mismo dolor. Me di cuenta que esta sonrisa mía, comparada con el dramatismo de la
mirada de los italianos, denota una gran frustración y envidia por lo que sucede, no sólo
en Colombia sino en los países del tercer mundo. En África los gallinazos acechan a los
niños moribundos en la calle, como aquí a las vacas y en Colombia la gente desaparece,
se pudren en fosas comunes, la gran mayoría de nuestros muertos son anónimos y ya no
duelen. Oí una vez a una niña de 8 años que pedía: “déjennos enterrar a los muertos”,
porque pedir “no maten a nuestros padres” es algo que ni siquiera se puede considerar.
Desde la segunda guerra mundial no ocurría algo así en Italia, explicaban en la prensa.
Beatos ellos, pensé, usando la misma expresión que viene del italiano para decir que son
afortunados. Esto es “pan comido” para nosotros y no dejará de serlo por mucho
tiempo.
Sin embargo, tampoco puedo detenerme aquí, en la comparación entre Italia y
Colombia. Después me pregunté algo que creo que existe como duda en muchas
personas y que no se atreven a expresar. ¿Qué carajo estaban haciendo estos italianos en
Irak? Yo creo que es la pregunta que se acalla con tanta pompa. La mujer que engaña al
marido se rompe las vestiduras durante su funeral, porque de alguna manera se siente
responsable, por lo menos por no haberle hecho la vida feliz, por no haber sido honesta,
mientras vivía.
Entonces, con gran tristeza y preocupación me doy cuenta que de seguir así, los
italianos no esperarán otros 50 años para que les pase algo igual y que finalmente se
acostumbrarán, como nosotros, a encontrarse con la muerte en la calle, todos los días,
vestida de paisana como ellos o de soldado o de ama de casa o de niño o de niña, no
importa. Tampoco nosotros cambiaremos mucho, la vemos tan seguido que ya no la
notamos, ni nos importa, hace parte de nosotros como nuestra vida y hace parte del
paisaje urbano y rural de Colombia.
Ojalá quede alguien en el mundo capaz de disfrutar la riqueza que producen los pozos
de petróleo en Irak, la amapola en Afganistán y la cocaína en Colombia a pesar de haber
costado tanto, tanto sacrificio.
Por María Isabel González