EL REGALO
En muchas ocasiones me he sentado a pensar con detenimiento sobre
aquellas cosas que podrían hacerme feliz.
Entonces ubico primero mis placeres y carencias:
En realidad me gustaría muchisimo volver a la universidad y adquirir allí
conocimientos que pueden colmar el espíritu, llegar con la mente madura y
seria que pudiera ubicar en forma inmediata su necesidad y así satisfacerla,
tan diferente al espíritu adolescente de aquella primera vez que, con ansia y
nerviosa avidez, buscaba cualquier conocimiento en donde adivinase que
existía.
Qué bueno sería ganarme una lotería o hacer el negocio de mi vida,
comprar una casa grande y dedicarme allí, sin apremios económicos, a ejercer
por el solo gusto de hacerlo, mi querida profesión.
En otras ocasiones, me imagino disfrutando un amplio espacio físico que
comparto con mis hijos, sin sentirme asfixiada por un apartamento pequeño,
con paredes tan cercanas que casi se tocan y techos tan bajos que te cobijan,
lleno de muebles y enseres que nos atosigan.
He pensado también en que puedo ser feliz disfrutando de un tranquilo y
hermoso viaje en agradable compañía y en ocasiones cierro los ojos y me
imagino lugares mágicos que tienen la felicidad incorporada para sentirla,
tocarla y respirarla: Un jardín lleno de flores, un atardecer visto desde la playa
que te da asiento, la noche llena de estrellas, el paisaje que llega a la cima de
la montaña, el agua fresca del río que moja los pies o el viento suave que toca
la cara. La soledad que se busca y se remedia con un buen libro y hermosa
música.
Cientos de veces me he imaginado la felicidad de un mundo tranquilo,
pacifico, justo, con igualdad de oportunidades para todos, es decir,
participando de una felicidad compartida por todos los seres humanos.
Aparte de mis ensueños, momentos de mucha tristeza, me han hecho
pensar que la felicidad, al igual que el amor o la libertad, son términos que los
hombres, abusando de su lenguaje han creado, tratando de plantear una
diferencia que no existe, con los otros seres del universo.
Hace algunos días, en un momento de debilidad y regresión hacia mi niñez,
acepté resignada cuando mi hijo de diez años quiso enseñarme el juego del
trompo, maravilloso juguete que siempre quiere bailar al compás de su propia
música. En realidad confieso que la torpeza de mis manos, ajenas ya desde
hace tiempo, a movimiento diferente al de escribir, me impidió lograr pronto, lo
que en principio era deseo de mi hijo, quien a cada intento, con suavidad me
alentaba para que lo hiciera de nuevo: "Ya casi lo logras mamá, a mi también
me costó un poco al principio, pero ya ves lo diestro que soy ahora". Creo que
su ánimo, su fe en mi y la vergüenza que sentía con él, me hicieron acertar en
mi propósito. Por breve tiempo el trompo bailo después de salir de mi mano.
!Bravo, lo has logrado, sabía que podías! gritaba mi hijo, en una notable
lección de refuerzo para su tiesa madre.
Satisfecha con mi proeza y alentada con el apoyo de mi pequeño hijo,
terminé el juego por ese día y sin pensarlo mas me dediqué seguidamente a la
seria labor de un serio adulto.
Al día siguiente, al llegar a la casa después de una fatigante jornada llena
de duras realidades, me encontré con la cara alegre, rodeada de un
enigmático halo de complicidad, de mi pequeño maestro de trompo.
Cierra los ojos y abre la mano, me dijo sin ocultar su nerviosa excitación.
Como no obedecer aquella dulce pero terminante orden. Sin pensarlo largo
rato, cerré mis ojos y extendí mi mano hacia él.
Abre ya, dijo y al hacerlo me encontré con unos enormes ojos llenos de vida
que, con infantil curiosidad, examinaban mi cara y sobre la palma de mi
mano... un hermoso trompo de color verde fosforescente con una pita limpia,
lista para servirle de instrumento a aquella.
Mira lo que te he traído para que practiques y diciéndolo emocionado,
seguía escrutándome.
No me equivoco, en aquel instante fui inmensamente feliz, me sentí plena
de amor, agradecimiento, ternura y todo sentimiento grande que pueda existir,
por aquel pequeño que en la reducida área de mi mano, colocó un pedazo de
mi infancia, una sensación segura de vida, fe, ternura y esperanza, encerradas
en aquel pequeño objeto bailarín.
Mi niño, me enseñó aquel día que pasé treinta años de mi vida oteando el
horizonte en busca de mi felicidad, sin darme cuenta que ella silenciosa me
había acompañado desde siempre.
Por María Isabel González