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" EL HIJO DE RANA RIN RIN RENACUAJO "

Doce años tenía Juan.


De su mundo, no conocía más que el campo en donde había nacido.


Enormes selvas rodeaban su rancho. Enigmas a derecha, izquierda, norte y
sur.


Selvas portadoras de grandes secretos, habitadas por fantasmas con hambre.
Personas que amaba Juan, vivían a su lado; su padre, su madre y diez
hermanos menores que él.


La carencia... la miseria... la soledad... la cara lánguida... el alma triste... sus
recuerdos.


El dolor... su pan diario.


Ya sólo eso tenía...dolor y más dolor.


Nunca ingresó a la escuela. Su padre lo necesitaba para arar la tierra, su
madre para cuidar de sus hermanos.


Juguetes no conoció. Se divertía, cuando podía, trepando a los árboles,
escarbando la tierra, cuidando animales.


Todos olvidaron que era un niño. Incluso él, también llegó a olvidarlo.
Festejos, alegrías...no conoció jamás.


Dulzura, cariño...tampoco tuvo nunca. Rápidamente aprendió a defenderse
solo. De no ser así, hubiese muerto antes.


Juan sabía... sabía tantas cosas...


Pronto empezó a andar con adultos.


Gente extraña.


Fantasmas que entraban y salían de la selva, se convirtieron en su usual
compañía.


Poco importaba a los padres de quiénes se tratara.


Si Juan desaparecía junto con ellos...mejor.


Una boca menos para alimentar.


Una mañana, salió Juan al amanecer.


Todos dormían.


Cerca a su rancho, le esperaban los fantasmas armados.


Un fusil era para Juan.


En silencio caminaron todos hacia el pueblo.


Todos excepto Juan, pensaban en que quizá sería la última vez que sus botas
se hundirían por el húmedo camino, dejando huella.


Para Juan...quizá terminaría el dolor...era su esperanza.


De pronto, observaron pequeñas luces que titilaban a lo lejos.


La hora de la muerte se acercaba.


Gentes de bien empezaban su trabajo.


El pueblo comenzaba a vivir de nuevo, cuando los fantasmas armados hicieron
su aparición. La plaza mayor, de repente, se vio llena de ellos.


Juan en la esquina aguardaba su muerte...


!Todos quietos!. Gritaban.


!Ustedes son pueblo como nosotros y si nada hacen, nada les pasará. La lucha
armada continua porque el pueblo tiene quien lo defienda!


!No mas hambre... no mas pobreza...no mas miseria ni muerte!
Silencio. Eterno silencio.


! Despierten, no les favorece su actitud sumisa ante el enemigo porque él esta
decidido a cortar todas nuestras cabezas. El pueblo debe rebelarse, se acabó
el poder de los tiranos, no mas opre...!


Ruidos ensordecedores ahogaron las palabras.


Ya no eran necesarias.


Todos juntos, pueblo y fantasmas, corrían de lado a lado. Los primeros
buscando refugio, los segundos matando la miseria, llamando a gritos su
suerte.


Después de la tempestad...la calma.


Muchos al fin y al cabo fantasmas, desaparecieron como suelen hacerlo y a su
paso, quedó sumada la muerte, el hambre, la pobreza y la miseria.


Veinte fantasmas muertos se exhibieron desnudos en la plaza mayor, para
escarmiento de los que mas tarde quisieran convertirse en fantasmas.
Entre ellos...nuestro Juan de doce años.


Su cuerpo destrozado por las balas y sus manos cansadas de aferrarse a su
fusil.


No mas dolor. No mas recuerdos.


Nadie acudió para reconocer su cadáver. La madre lloraba para entonces un
nuevo alumbramiento.


No hacía falta buscar a Juan. Al fin y al cabo...una causa noble para morir y
una boca menos para alimentar.


Lejos de allí, un preocupado gobernante, rasca su blanca cabeza:
!Caramba! ¿Qué hacer con estos fantasmas?


Si Juan viviera, señor gobernante, seguro se rascaría su vacío vientre y diría:
!Caramba! ¿Qué hacer con mi hambre, mi pobreza y mi miseria?


Por María Isabel González

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