A mis hijos
“Vuestros hijos no son vuestros hijos. Son los hijos y las hijas de la vida, deseosa de perpetuarse. Vienen a través vuestro, pero no vienen de vosotros. Y aunque están a vuestro lado no os pertenecen” el profeta - Khalil Gibran
Desde hace algunos meses cuando me acuesto y me dispongo a dormir, en un leve espacio entre la vigilia y el sueño, alcanzo a pensar que durante la noche puede ser que emprenda mi viaje hacia el infinito. No me asusta. Siento un pequeño vacío en el plexo solar y continúo mi camino hacia el sueño.
No me siento vieja, pero sé cuánto he vivido y soy consciente de la velocidad con la que ha transcurrido mi vida. No me arrepiento de nada y volvería a comenzar por el mismo camino si pudiera volver a empezar. He leido y estudiado mucho, he trabajado en diferentes cosas, he sido una persona reflexiva e introspectiva, también impulsiva, he hecho relaciones, he sido tejedora de vínculos y he sido observadora y expectadora de pequeñas y de grandes cosas. Amé, reí a carcajadas, lloré y gemí, esperé, confié, caminé mucho, hablé, conversé, enseñé, escuché, aprendí y también permanecí quieta y en silencio.
Estudiosos de Milán afirman que para que haya familia debe haber, entre otras cosas, equidad y justicia, que se refieren a un justo equilibrio entre dar y recibir, a una deuda que se adquiere cuando se recibe un regalo. Lo maravilloso de todo esto es que el don y la deuda no son bidireccionales sino generacionales. Yo recibo de mis padres y pago mi deuda dando a mis hijos. Dentro de esta justicia familiar quiero darles algunas cosas que he aprendido en el transcurso de mi vida y que se relacionan con los hijos.
Lo que voy a decir no significa que soy ni que fui la mejor madre del mundo. Al contrario, me equivoqué muchas veces y espero que esas equivocaciones también hayan sido parte de su crecimiento. Me gustaría haberlos tenido con lo que creo saber en éste momento y con el cuerpo y la fuerza de la mujer que fui cuando los tuve. Como no es así, escribo, es lo que puedo hacer ahora.
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Los hijos son una vocación. Tener hijos no es una obligación, ni todos los humanos deben multiplicarse. Hacerlo es un acto de amor verdadero, no romántico. Quienes no los desean aducen a veces razones de injusticia al traer niños a un mundo en crisis, lleno de guerras y sufrimiento. Otros, los menos, no quieren compromisos ni ataduras. En ningún caso quiere decir que no amen a los niños o que estén equivocados, es su derecho.
Los hijos no son una mera idea angelical. Son una realidad que llora, demanda, trasnocha, duele, se enferma o no se comporta como esperamos. Cuando nacen, tenemos que aprender su lenguaje corporal e interpretarlo para responder a sus demandas y aún cuando aprendan a hablar más tarde, seguimos siempre tratando de entender qué quieren para acompañarlos, complacerlos o desalentarlos, con el riesgo siempre, de equivocarnos.
Una vocación atrae, enamora, se sigue como un llamado y se ejerce toda la vida. Puede tener dichas y amarguras, éxitos y fracasos y allí seguimos, buscando siempre cómo permanecer en su ejercicio, adiestrándonos para ser cada vez mejores en ello. Lo disfrutamos con sus altos y bajos.
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Hacemos siempre lo mejor y damos lo que podemos y tenemos. Salvo en casos de personas muy trastornadas, todos damos a los hijos nuestra mejor parte. Quizá no sea ésta la calificación de otros, pero actuamos siempre bajo la buena fe, creemos firmemente en que lo es. Nadie se propone generar malestar en sus hijos y quizá terminamos haciéndolo, en aras de un propósito que consideramos benévolo o positivo, como quien pone una inyección para curar una enfermedad.
Somos víctimas de víctimas escribió una autora. Usamos lo que aprendimos en nuestras familias en una época determinada de nuestra vida, utilizamos los instrumentos y la información que tenemos a nuestro alcance cuando llegan los hijos, en 1970 o en 2016, y en el transcurso de su vida, ponemos a su disposición nuestras características personales más positivas y también nuestros defectos y nuestra propia historia para que aprendan de ella.
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Siempre queremos y buscamos lo que consideramos mejor para los hijos y quizá deseamos que sean y hagan lo que no fuimos o hicimos. A pesar de que existen múltiples estudios sobre el desarrollo, creo que en el mundo no existe un manual para padres titulado “ Listado de todo lo mejor para nuestros hijos” . ¿Cómo hacemos entonces la lista de lo mejor? ¿De dónde sale esa clasificación? Puede ser que existan muchas respuestas diferentes, todas verdaderas. Vale la pena buscar de dónde viene la nuestra. Quizá de nuestros propios deseos, satisfechos o frustrados, de nuestras propias necesidades, de los prejuicios, de lo que aprendimos como ideal en nuestra escuela, en la iglesia, en la comunidad o en la familia. Hoy, de lo que encontramos también en internet, en facebook o en los libros de autoayuda.
Michelangelo Buonaroti debía haber trabajado en lo que su padre consideraba mejor para él. En un acto de inmensa rebeldía se convirtió en “picapedrero”, un término despectivo que aquel utilizaba para la escultura, sin saber la grandeza que encarnaría para su hijo y para el mundo su trabajo. En el transcurso de los siglos, las culturas han dicho a los padres qué es mejor para sus hijos. Hoy es muy importante que “sean felices”. ¿Sabemos acaso qué significa eso y cómo se logra?
Es así como con el avance de la ciencia, con los nuevos estudios o el mercadeo de nuevos productos, todo lo que fue ideal un día, deja de serlo al siguiente. No podemos guiarnos solo por esto.
¿Qué hacer entonces? Una búsqueda exhaustiva en nuestro propio interior y un vistaso al mundo exterior. La creación de un proyecto vital para nosotros como padres y para ellos como seres en permanente desarrollo y relación con nosotros y con su entorno. No se puede olvidar que ser padres es una vocación y por qué no, una profesión.
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Esperamos que los hijos nos superen. Este puede ser algún día un sentimiento ambivalente puesto que efectivamente existe la expectativa de que ellos sean mejores que nosotros, pero al mismo tiempo y a pesar del crecimiento, nunca dejamos de verlos como niños.
En mi caso, los hijos dominan o por lo menos conocen más idiomas que yo, han viajado por el mundo globalizado a edades más tempranas sin considerar obstáculos o barreras, han conocido y se han acercado a personas de todas las culturas, conocen y dominan la tecnología existente y sonríen ante mis temores, ante mi ignorancia o mi torpeza poniendo a prueba mi autoestima. Y sin embargo, es en parte mi logro y el de su padre. Gracias a la educación que favorecimos para ellos, nos superaron.
Era una costumbre en épocas anteriores que los padres dijeran a sus hijos que se sacaban el pan de la boca para dárselo a ellos y esto constituía un reclamo ante la falta de una respuesta deseada. Nada más cierto pero menos atinado. Es una obligación de quien elige la vocación de padre, dar todo de sí para que su hijo sea mejor que él o ella, en todos los sentidos. Si funcionara de ésta manera para todos, el mundo sería un lugar mejor al que podríamos traer cada vez más seres humanos que lo perpetuaran de éste modo.
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Deseamos acertar siempre sin equivocarnos. Mero deseo. No es posible. Antes dije que damos lo mejor de nosotros y tratamos de acertar siempre, pero ello no implica una total pulcritud, sin errores, porque el hijo es OTRO ser en relación con nosotros, sus padres. Había pensado poner esto en otra viñeta aparte, porque creo que éste punto es el núcleo alrededor del cual giran todas éstas consideraciones.
El hijo, aún recién nacido es alguien diferente a nosotros y nos comprometemos a acompañarlo durante su crecimiento. No es una figura de barro que moldeamos a nuestro antojo. Viene con una estructura corporal que puede ser parecida pero no igual a la nuestra y en su camino, recibe unas cosas de las que le damos, otras no. Aprende a pensar, a crear, a desear, a sentir, a su manera, bajo nuestra mirada y compañía. Después se relaciona con otros entornos y personas que al principio elegimos pero que no controlamos y de ellos igual aprende, codifica y decodifica a su manera y de acuerdo con sus posibilidades.
Historias que le oigo contar a mis hijos ya adultos, relacionadas con su infancia, algunas veces ratifican mis recuerdos pero muchas otras, me doy cuenta de que nuestras versiones son diferentes y que el mismo recuerdo existe en nosotros de diferentes maneras. Ninguno miente, las dos versiones aunque distintas son ciertas porque lo que sentíamos y pensábamos en ese momento produjeron interpretaciones diferentes que nunca creímos necesario confrontar. Más aún, me he enterado ahora de hechos, que aún siendo una madre atenta, no conocí.
Un buen padre no es aquel que no se equivoca, es el que sabe qué necesita su hijo, a través de la observación permanente y del conocimiento que adquiere sobre él o sobre ella. A través de la observación y del conocimiento de sí mismo y de la interacción entre los dos.
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El amor que recibimos no es el mismo que dimos. Amamos a nuestros padres, pero nunca como amamos a nuestros hijos. Es como si con la compañía de nuestros padres, nos fueramos entrenando poco a poco y a través de todo el desarrollo para superarlos, no hacia atrás, hacia adelante a través de los hijos. Tener hijos es un acto de amor desinteresado porque ellos no son nuestro soporte para la vejez, ellos son parte de la nave que nos transporta al futuro que ignoramos, a través de las generaciones que llevarán en ellas una partecita nuestra.
Así continúa diciendo el profeta:
“podéis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos.
porque ellos tienen sus propios pensamientos.
podéis cobijar sus cuerpos, pero no sus almas.
porque sus almas viven en la casa del porvenir, que está cerrada para vosotros, aún para vuestros sueños.
podeís esforzaros en ser parecidos a ellos, pero no busqus hacerlos a vuestra semejanza
porque la vida no se detiene ni se distrae con el ayer.
vosotros soís el arco desde el que vuestros hijos , como flechas vivientes, son impulsados hacia lo lejos.
el arquero es quien ve el blanco en la senda del infinito y os doblega con su poder para que su flecha vaya veloz y lejana.
dejad, alegremente, que la mano del arquero os doblegue.
porque así como él ama la flecha que vuela, ama también la estabilidad del arco y su constancia”.
khalil gibran
Por María Isabel González