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A ICARO

Pocos hijos pueden llegar a sentir el orgullo que yo sentí por haber sido hijo de mi padre. El fue un hombre bueno con todas las personas, admirador numero uno de su esposa y formador de sus hijos, exigente con ellos como ninguno. A causa de sus actividades vivíamos cerca de su sitio de trabajo, un lugar que desde que tuve uso de razón, ejerció sobre mi mente infantil una fascinación sin limites; tanto, que después de dejar mis libros sobre la cómoda de la sala, al regresar de la escuela, salía corriendo de nuevo hasta llegar a una esquina desde la cual se veía con claridad la cabecera de la pista del aeropuerto de mi ciudad en donde trabajaba mi padre. Allí en el suelo me sentaba a admirar
aquellos preciosos aparatos que subían como si una mano gigantesca los elevara, ayudada por toda la fuerza de que ellos hacían acopio para lograr su objetivo de volar, también me estremecía al mirar su precioso descenso, suave...suave... contrastando con el chirrido de sus llantas al tocar la tierra y el
nuevo acopio de fuerza para lograr detenerlas en el preciso instante en que casi llegaban hasta mi esquina.


No creo que sea posible describir con palabras, la inmensa emoción, que aquel objeto hecho por las manos del hombre y protegido por manos como las de mi padre, me producía. Imaginaba como era su vuelo desde el despegue que yo veía, hasta el aterrizaje que tenía delante de mis ojos. Mandaba
saludos a las nubes, al cielo azul, a la inmensidad del firmamento que él con su vuelo podía recorrer y pensaba en la cara de satisfacción que debían tener los puntos multicolores que descendían de el ya parado lejos de mi hermoso mirador.


Nunca supe de hambre, cansancio, frío ni calor, mi cuerpo quedaba suspendido en aquella esquina encantada, sin tiempo, sin materia y sin fatiga, puro éxtasis inducido por el mágico proceso de ver el ascenso, imaginar el vuelo y sentir en la carne el descenso.


Siempre encontré a mi madre con la cara larga después de mis incursiones matinales. No comes, no estudias, no haces nada por mirar esos aviones, decía ella enojada, voy a hablar seriamente con tu padre, advertía. 


Sabía que estaba equivocada, cómo decir que yo no hacía nada, no valía la pena ni discutirlo siquiera. Comía en silencio y me iba a estudiar, cosa que hacia también con gusto porque me iba a permitir, algún día, manejar esos enormes aparatos y volar como las aves en el cielo. Desde muy pequeño tomé
la decisión: sería piloto de aviones.


De modo invariable, antes de acostarme, miraba embelesado una lámina que recorté de una vieja revista de mi padre, en la cual aparecía la figura de Icaro, un hermoso hombre con grandes alas emplumadas. Lo miraba hasta quedarme dormido y luego en mis sueños ponía sobre mi cuerpo las alas de Icaro y volaba, volaba hasta el amanecer.


En principio pensaron mis padres que aquello pasaría pronto pero preocupados porque no era así y aconsejados por algún amigo, decidieron tratar de brindarme otras distracciones y ocupaciones a las que sistemáticamente me negaba por no abandonar mi esquina mágica.


Sin embargo, un domingo, alentado por lo que iba a encontrar allí, acepté ir con mi familia al parque de diversiones. Una enorme rueda de Chicago era el símbolo de la feria y me pareció que en ella podía yo hacer mi primer vuelo como piloto anclado en tierra. Me sentía emocionado haciendo la fila frente a aquella rueda gigante, estaba impaciente por subir a la canasta y desde el aire ver la pequeñez de la tierra, temblaba un poco, sudaban mis manos y mi corazón latía un tanto mas rápido, lo atribuí a la emoción de mi sobrevuelo por el parque. Finalmente subí, mi padre se sentó a mi lado y mi madre y hermano al frente, aun no puedo explicarme qué fue lo que ocurrió pero al llegar arriba y detenerse allí mi supuesta nave, sentí que la muerte había llegado por mi sin piedad ni misericordia, a la primera oportunidad de mi vida, mi corazón latía sin control, todo mi cuerpo temblaba como una hoja de papel en una ventisca, sentía latir mis sienes, la masa encefálica crecía sin espacio dentro de mi cráneo, mis poros dejaban salir sin control el agua de mi cuerpo bañándome en sudor y una fuerte opresión - tres gigantes con el pie sobre mi pecho eran poca cosa - no me permitía respirar. Tuve pánico de la muerte, perdí el control sobre mis ideas y pensamientos, me paralicé y allí sentado, perdí el conocimiento.


Desperté en mi cama, bien arropado y calientico. Respiraba bien y mi corazón latía normalmente. Todo lo ocurrido me pareció un mal sueño. Sin embargo, en aquel momento oí hablar a mis padres. No tiene nada físico dijo papá a mamá, habrá que observarlo, anotó. 


No recuerdo que aquello me ocurriera de nuevo en mucho tiempo, pero tampoco volví a acercarme nunca a una rueda parecida, no volví a ningún parque ni feria y permanecí en mi esquina viendo cada día aviones y técnicas nuevas que a cada momento me asombraban mas, reafirmando mi idea de ser
un gran piloto de avión.


Así termine mi bachillerato y me presente a la fuerza aérea de mi país. No teníamos medios económicos suficientes para que yo ingresara a una escuela privada de aviación y mi padre creía que el ejercito no solo me enseñaría a volar sino que me daría disciplina para hacerlo. Por esos días, cuando me miraba al espejo, él me devolvía la imagen de un hombre con mi rostro, vestido con un uniforme azul adornado con insignias y banderas y un broche, con la forma de dos alas extendidas en vuelo, colocado al lado izquierdo sobre el corazón. Sobre mi cabeza sostenía la gorra militar que imprimía carácter a su portador. Soñaba siempre con que esta profesión que había elegido me haría 
inmensamente feliz. A pesar de que todo lo había preparado con mucho esmero, en el primer examen fui descartado. Mi oído derecho no estaba bien y no me ayudaba a sostener el equilibrio, si no podía mantener el de mi cuerpo, menos el de mi avión.


Volví a ser civil en un instante, me apena decirlo pero no pude soportarlo, era tal el convencimiento que tenía de lo que iba a hacer, eran tales el tiempo y la energía vital dedicados a aquel proyecto, que el solo hecho de aquella negativa, me dejó sin metas ni objetivos por los cuales vivir y caí en una
depresión severa. Todo el día estaba quieto en un sillón, sentía lastima de mi mismo y culpa de ser tan frágil; no volví a mi esquina y me sentí furioso con todos en especial con aquellos que tenían uniforme y se llamaban aviadores, pilotos o capitanes.


Estando un día encerrado en mi cuarto, llego mi padre a casa después de su trabajo y con su voz singularmente entusiasta y animada me llamó. Ven que tengo una grata sorpresa para ti, me dijo. Mirando de reojo y con desgano vi que su mano sostenía un papel rojo que de inmediato reconocí como un boleto de avión. Sí muchacho, anímate, es un regalo de toda tu familia para ti, no
serás el piloto de esta nave pero serás su pasajero. En la capital, hacia donde iras, te esperan tus tíos para que pases unos días con ellos, después ya con mas calma, sabrás que vas a estudiar. Me lancé sobre él llorando como un niño y con la ilusión de nuevo en mi corazón, recibí aquel boleto para mi primer vuelo. Suponía con cuanto esfuerzo habían adquirido aquel boleto de avión y me sentía conmovido por su gesto. No podía negarme a viajar. Con mucha  ilusión arreglé mis cosas, mi familia fue a despedirme al aeropuerto en donde todo tenía el tamaño natural que no poseía mi esquina. Los puntos multicolores ya no eran puntos sino personas felices y satisfechas por haber volado, así los
veía yo a todos en aquel lugar, me parecía que sentían lo mismo que yo sentía.


El ser un acontecimiento único por su escasez, hizo que mis padres, mi hermano, abuelos y algunos vecinos y amigos, estuvieran allí conmigo ese día, desde tempranas horas, tan ansiosos como yo por la aventura que estaba próximo a vivir, aventura con un significado inconmensurable en razón a que
haría realidad un sueño concebido por casi dieciocho años, en una humilde esquina del barrio en el que, con otras gentes trabajadoras y humildes, nosotros habitábamos.


Después de horas que me parecieron siglos, una voz de mujer, sofisticada y
arrulladora, llamó a los pasajeros a bordo. Estaba emocionado haciendo la fila
para subir por la escalerilla al avión, me sentía impaciente por ocupar mi
asiento y ver desde el aire la pequeñez de la tierra, sintiendo mi grandeza.
Temblaba un poco, sudaban mis manos y mi corazón latía un tanto mas
rápido, era sin duda la emoción; finalmente subí y la muerte implacable me
asaltó de nuevo: sentí sin freno el latido de mi corazón en los oídos, todo mi
cuerpo tembló y las vísceras no cupieron en el limite que les trazaron huesos y
musculos, sudé a mares y ya no tres, sino seis gigantes me oprimieron el
pecho con sus pies, quitándome el aire y cerrando mis pulmones. Tuve pánico
de la muerte, perdí el control sobre ideas y pensamientos y allí sentado, perdí
el conocimiento.


Desperté en el hospital, todo mi cuerpo funcionaba normalmente en aquel
momento. Escuché entonces a un medico hablando con mi padre: pensamos
que había sido un ataque cardíaco, pero hechas algunas pruebas no
encontramos ningún daño físico. Habrá que observarlo, anotó.


Pasé algunos días recuperándome en la casa bajo el cuidado amoroso de mis
padres, el vuelo fue algo que no volvió a mencionarse en aquel lugar, ni para
una mosca, después de mis frustrados intentos por hacerlo. Pensé entonces
que debía tomar una decisión: me quedaba quieto y me moría por no haber
volado o vivía aprendiendo a no hacerlo. Elegí la segunda alternativa pero no
estudié mas y me dedique a trabajar como vendedor, ayudándole a mi padre
con las obligaciones del hogar.


Pasaron algunos años, me enamoré y me casé decidiendo formar mi propia
familia. Habiéndome casado con una mujer sana y fuerte, la diosa de la
fecundidad no se hizo rogar y el primer hijo llegó muy pronto. Lo conocí un
poco después del parto, dormido en una pequeña cuna. Estando allí, observe
sus brazos extendidos hacia los lados y una manchita en forma de cruz sobre
su mano derecha. Sin pensarlo me escuche diciéndole: Bienvenido capitán. La
visión que tenía del bebé en ese momento era premonitoria: mi hijo sería piloto,
de pronto no ya de avión sino de transbordador espacial, por qué no.


Desde ese momento preparé todo para que su destino fuera trazado
correctamente, la decoración del cuarto contaba con naves en todas las formas
y colores, mas aun, la cama tenía la forma de un avión, del techo colgaban
varios móviles con aviones, los cuadros tenían aviones y naves espaciales
como motivo y la cortina de la ventana también estaba cargada de ellos, en
una repisa se encontraba la mas grande colección de aparatos voladores
recorriendo con alas su historia y desde ese entonces no faltó una biblioteca
en la cual se recogieron todas las novedades y avances de la aviación
moderna. Yo lo decoré todo personalmente de modo que mi hijo lo encontrara
así al llegar a casa por primera vez. El se llamo Leonardo en honor a Da Vinci
y como apodo le decíamos el capitán. Nunca desde entonces me cansé de repetírselo.


Al igual que yo, creció entre aviones y no se qué soñaba pero yo me encargue
de llenar sus fantasías con aviones.


Leí mucho sobre el pánico y las fobias y busqué la manera de prevenirlo de
ellos, sin que supiera que su padre alguna vez los había padecido. Desde muy
pequeño la madre hizo paseos aéreos con él, favorecidos por el hecho de que
la familia de ella vivía en la capital. Yo siempre tenía mucho trabajo para
acompañarlos. Sin embargo, no hubo día festivo en el cual dejáramos de dar
un paseo, por breve que fuera, por los alrededores del aeropuerto. Otras veces
íbamos a ver a aquellos valerosos deportistas, que desde los cerros se
lanzaban en enormes cometas, como soberbias aves, dueñas y señoras de los
cielos. El espectáculo multicolor que presentaban y la facilidad con que
parecían hacerlo era lo que mas llamaba la atención de mi pequeño hijo en
aquel entonces.


En forma permanente hubo en la casa aves con abundancia de palomas
mensajeras, cometas, globos y en general todo aquello que volaba o tenía alas
podía pertenecer a nuestra familia.


Entre vuelos maduró Leonardo y siempre fue un niño maravilloso,
inteligente y astuto, observador y analítico, suspicaz y sobre todo valiente.
Jamas lo vi dudando ante lo que debía hacer: aprendió a caminar con arrojo,
corría libre sin temores, subía a los arboles, descendía de las alturas, montaba
a caballo, en la bicicleta o los patines. Inició sus estudios con mucho éxito
porque poseía capacidad y disciplina para ellos y siempre mantuvo su propia
marca. Tenía buenas relaciones con sus amigos porque sabía ser un niño con
ellos y también con los adultos porque en un instante era capaz de crecer para
conversar con ellos. Yo veía por sus ojos porque ni un minuto, a sus escasos
años me sentí defraudado por él. De cuando en cuando mi esposa deseaba
tener otros hijos, le parecía que ser hijo único no era bueno para Leonardo y
pensaba ademas que yo lo mimaba en exceso. No accedí nunca a sus
peticiones ni entendí sus razones porque todo teníamos que invertirlo en él, no
alcanzaba para nadie mas.


Así, sin mayores contratiempos transcurrió el tiempo y Leonardo creció.


Cuando tenía doce años, estando él de vacaciones fuera de la ciudad de
casualidad, pasé por una escuela de aviación mientras buscaba la nueva
dirección de uno de mis mejores clientes. En grandes letras negras sobre un
fondo blanco yo leí: "Escuela de Aviación Columbia". Contrastando con la
vistosidad de este aviso, sobre la ventana del local había otro mas pequeño
que con simpleza anunciaba: "CAPITÁN OROZCO CLASES PRIVADAS DE
PARACAIDISMO" !Cómo no se me había ocurrido! Hacer de Leonardo un paracaidista era
seguir preparando el terreno para que la premonición se cumpliera !Era
fantástico! Sin darle tiempo y tomando por sorpresa a la razón entré presuroso
en aquel lugar y hablé con el capitán Orozco en persona, las clases se
dictaban desde los quince años en adelante a personas sometidas
previamente a un chequeo medico que garantizara un buen estado general,
divididas en horas de teoría y practica, las primeras en tierra y las segundas,
desde luego, en el aire. Pagar un sobreprecio haría posible omitir en el registro
de matricula la edad de Leonardo, pues al fin y al cabo era un prerrequisito
tonto, en un país en donde muchos se ocupan de hacer leyes inútiles.


Quedé de regresar al día siguiente, hice cuentas del valor del curso que a
pesar de ser alto, tenía plena justificación de acuerdo con el fin que me
proponía. Saqué mis ahorros y entregué el carro en una oficina especializada
en ventas de usados y reuní dinero suficiente para pagarle al capitán Orozco
de contado. Así era su obligación prestarme un excelente servicio. El día que
siguiera al de su regreso, Leonardo estaría recibiendo su primera clase.


La madre se mostró un poco temerosa cuando se lo conté pero no se opuso a
la idea y mi hijo saltaba de la dicha cuando supo lo que iba a aprender, el tenía
arrojo y valor suficientes para hacer cualquier cosa, pensaba yo que a lo mejor,
si a mi a esa edad se me hubiera brindado una oportunidad semejante, las
cosas serian hoy diferentes.


Todo fue como lo planeamos. Leonardo recibió cinco clases en tierra para las
que el capitán Orozco utilizaba un aparato similar a la salida del avión desde
donde saltaría posteriormente, en él le indicaba cómo debía sostenerse,
calcular el tiempo y en un instante saltar, observar como se abría el
paracaídas, disfrutar como las aves la suave caída, el viento sobre su cara y la
espectacular sensación del vuelo.


Oyéndolos me transportaba de nuevo a mi esquina de ensueño y yo volaba,
pero no ya con la angustia del fracaso, a través de mi hijo yo conseguiría lo
que por toda mi vida había deseado. De nuevo a mis sueños regresó Icaro
pero en ellos la cara de este desaparecía para mostrarme el rostro sonriente
de mi hijo en aquel cuerpo humano lleno de plumas.


Con el dinero que me quedaba, compré la ropa y el equipo apropiados para
su lanzamiento, todo estaba listo ahora, el sábado siguiente, un día antes de
mi cumpleaños, sería su primera caída desde el aire. No podía creerlo. Me
sentía tan orgulloso de él. Se veía tranquilo, reía, hacía planes, pensaba en
que sería el paracaidista mas joven y despertaría la envidia de sus
compañeros de clase y con ella se ganaría aun mas su respeto. Era
increíblemente disciplinado para su edad y muy responsable para hacer sus
prácticas y ejercicios.


El viernes por la noche hablamos antes de acostarnos, yo quería parecerle
tranquilo y despreocupado como él, confiado en su habilidad y capacidad para
el salto y en la experiencia de su maestro de paracaidismo.


Le informé que al día siguiente saldríamos a las seis de la mañana de la casa,
yo lo llevaría hasta donde el capitán Orozco, con él irían hasta el aeropuerto y
la madre, los amigos y parientes y obviamente yo, lo esperaríamos, para
abrazarlo, en el punto en donde caería luego de su lanzamiento. Se levantó de
la silla, me abrazó y me besó y se despidió hasta mañana diciéndome: sé que
no puedo pedirte tu compañía durante el vuelo pero esta bien, desde el aire me
ocupare de verte, va por ti papá. Lo mire asombrado, jamas creí que conociera
aquel secreto temor, nunca habíamos hablado de eso y por respeto conmigo,
mi familia nunca volvió a mencionarlo.


Aquella noche no pude dormir, cada diez minutos iba a mirar su placido sueño
que yo no podía imaginar cómo era tan placido. Desde las cuatro de la mañana
me levanté y como lo habíamos previsto salimos todos a las seis de la mañana
hacia la casa del capitán Orozco. Cuando le entregué al niño le dije: confío en
usted capitán, le entrego el tesoro mas grande de mi vida. Abracé a mi hijo y lo
apreté con fuerza, la emoción me hacía llorar sin poderme contener. Por
primera vez lo sentí temblar, pero creí que era yo quien lo hacia de nuevo.


Nos dirigimos todos hacia el parque, el tiempo transcurrió lentamente hasta
que vimos en el horizonte un pequeño punto que fue creciendo a medida que
se acercaba a nosotros. Mi corazón latía con fuerza. El avión adquirió su
forma, se acercó mas, mas y mas y dejó salir de su cuerpo el mío. Mi frágil
Leonardo empezó a caer... y a caer... y a caer... de pronto oí que le gritaban:
ábrelo, ábrelo, ábrelo, a...bre...lo..., el tiempo avanzó implacable y escuché un
alarido salido de una garganta paralizada y seca: !qué pasó! El paracaídas de
Leonardo no se abrió y la cera con la que Icaro fabricó sus alas fue derretida
por el sol. La madre gritó y gritó y yo no vi nada mas: mi corazón se salió del
pecho, mi cuerpo vibró sin control, las vísceras hicieron explosión, me volví
liquido y un ejercito de gigantes marchó sobre mi adolorido pecho, vi la muerte
y ya no tuve ideas, no pense ni sentí, no se hasta cuándo.


Desde aquel día no tengo un minuto en el que no me acosen los
remordimientos. Nunca tuve en cuenta el triste final de Icaro, como si quisiese
ignorar la mitad de aquella fatal premonición. Leonardo me visita todas las
noches, su imagen se proyecta en el techo sobre mi cama, en la que
permanezco inmóvil no sé desde cuando y con su voz dulce y hermosa me
repite: no te preocupes padre, en tres minutos de vuelo viví mas que en
cualquier cantidad de años vacíos, te amo por haberme dado tan intensa vida,
gracias papá, gracias.


Leonardo ha muerto y en tres minutos vivió su vida, paradójicamente parezco
vivo y en los mismos tres minutos alcancé la muerte que desde entonces me
mantiene el alma yerta.


Por María Isabel González

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